UMSLOPOGAAS HACE UNA PROMESA

A la mañana siguiente, cuando nos sentamos a almorzar, eché de menos a Flossie y pregunté por ella.

-Pues... cuando me levanté esta mañana -dijo su madre- hallé una esquelita debajo de mi puerta, en la cual... Pero aquí está: mejor es que la leáis vos mismo.

Y me dió una tirita de papel, en la cual había escrito lo siguiente

“Queridísima mamá: Acaba de amanecer, y voy a las colinas para buscar una flor del lirio que quiere el señor Q.; así que no me esperes hasta que me veas llegar. Me llevo el asno blanco, y vienen conmigo el ama y dos muchachos. Llevamos algo de comer, y tal vez estaremos ausentes todo el día, porque me propongo encontrar la flor, aunque tenga que recorrer veinte millas para conseguirla. - Flossie”.

-Espero que no le ocurra nada -dije experimentando cierta ansiedad-. No creí que se preocuparía tanto de esa flor.

-Flossie sabe cuidar de sí misma -dijo su madre- y muchas veces hace cosas semejantes, como buena hija del desierto.

Sin embargo, Mackenzie, que entraba entonces en el comedor, miró la esquela y se puso serio; pero no dijo nada.

Terminado el almuerzo, me retire con él y le pregunté si sería posible ir a buscar a su hija, porque temía que hubiera algún masai por los alrededores y la molestara en mayor o menor grado.

-Temo que sería inútil -repuso--. Tal vez se halle ahora a quince millas de distancia, y es imposible saber en qué dirección ha ido. Aquéllas son las colinas -añadió señalando una extensión de tierra que se elevaba siguiendo el curso del Tana, y que se internaba en una vasta llanura cubierta de maleza.

Expuse la idea de que podíamos subir al árbol, y con el auxilio del anteojo observar lo que pasaba en los alrededores, y así lo hicimos, después de algunas órdenes dadas por Mackenzie a su gente para que procuraran seguir las huellas de su hija Flossie.

La ascensión al árbol era una empresa algo arriesgada para los que, habitando en tierra, solíamos practicar muy de tarde en tarde ejercicios gimnásticos; en cambio, Good subió con la agilidad de un marinero.

Al llegar al sitio donde brotaban las primeras ramas, saltamos sin dificultad alguna a una especie de plataforma hecha con tablas sujetas a las ramas por medio de clavos, y bastante grande para que se acomodaran en ella una docena de personas. La perspectiva que se veía desde allí era hermosísima En todas direcciones se extendía la maleza como una inmensa ola millas y millas; hasta donde alcanzaba la vista, rota de vez en cuando por algunos trozos de verdura en terrenos cultivados, o por la brillante superficie de algún lago, Al Noroeste, el Kenia alzaba su majestuosa cresta, y pudimos ver el río Tana rizándose como una serpiente de plata casi a sus píes hasta llegar al Océano.

Por mucho que miramos, no pudimos ver rastro alguno de Flossie ni de su escolta, y tuvimos que descender contrariados. Al llegar al mirador encontré a Umslopogaas sentado allí afilando su hacha en una piedra pequeña que llevaba siempre consigo.

-¿Qué haces, Umslopogaas? -pregunté.

-¡Huelo a sangre! -fué la única respuesta que pude conseguir de él.

Después de comer, volvimos a subir al árbol y reconocimos detenidamente todo el territorio usando por turnos el anteojo; pero tampoco obtuvimos resultado. Al bajar, todavía Umslopogaas afilaba su Inkosi-kaas, aun cuando ya tenía el corte tan agudo como una navaja de afeitar. De pie frente a él, mirándolo con un mezcla de temor y fascinación, estaba Alfonso. Realmente, Umslopogaas tenía un aspecto alarmante: sentado sobre las ancas, al estilo zulú, con una extraña expresión en su rostro, que, a pesar de ser salvaje, mostraba cierta inteligencia, y afilando, afilando la terrible hacha de combate.

-¡Oh; el monstruo, el hombre terrible! -dijo el cocinero francés levantando las manos lleno de sorpresa-. ¡Mirad qué agujero tiene en la frente! ¿ Quién lo criaría cuando era niño?

El francés no pudo contener la risa al pensar en tal idea. Umslopogaas levantó la cabeza, y un reflejo diabólico brilló en sus obscuros ojos.

-Qué dice ese “buffalo heifer”? -nombre que daba al francés a causa de sus bigotes y sus maneras afeminadas-. ¡Que vaya con -cuidado, si no quiere que le corte los cuernos! ¡Cuidado, mono; cuidado!

Desgraciadamente. Alfonso, que iba familiarizandose con él, continuo riendo ante aquel “drôle d’un monsieur noir”. Ya iba yo a advertirle que se callara cuando el zulú, saltándo del mirador al espacio abierto donde permanecía Alfonso, empezó a dar vueltas al hacha en torno de la cabeza de éste.

-¡Deteneos! -grité-. No os mováis, si estimáis en algo la vida: no os hará daño.

Dudo de que Alfonso me oyera, porque, afortunadamente para él, el terror lo había petrificado.

Umslopogaas jugó con el hacha por espacio de unos minutos: de repente vi la brillante hoja rozar el rostro de Alfonso, y algo negro cayó a su pies. Era una de las puntas del bigote, y el zulú, apoyándose como hacía habitualmente en el mango del hacha, rompió a reír a carcajadas, en tanto que Alfonso, dominado por el terror, caía al suelo, y nosotros atónitos reconocíamos la soberana destreza con que Umslopogaas manejaba su hacha.

-¡Mira, mira, francesillo -decía éste-, lo expuesto que has estado a morir: no ha faltado el grueso de un cabello! ¿Crees que soy tan cándido que soporte indiferente tus burletas? ¡No te rías otra vez, no sea que no exista siquiera el grueso del cabello! ¡He dicho!

- ¿Qué te propones con tan locas jugarretas? - pregunté indignado a Umslopogaas–. Debes estar loco, puesto que has estado a punto de asesinar a ese hombre veinte veces lo menos.

-Y, sin embargo no lo he asesinado, Macumazahn Tres veces he sentido tentación de acabar con él y hacer volar su cabeza: pero no lo hice. Todo ha sido una broma: pero di al “heifer” que no es conveniente burlarse de mí. Ahora voy a hacer un escudo, porque presiento sangre, Macumazahn. ¿No has visto que antes de darse una batalla los buitres revolotean en el espacio? Presienten los muertos. Macumazahn, y mi instinto es mayor aún que el suyo. Sé dónde hay una piel seca, y voy a hacer un escudo.

—¡Qué hombre más especial habéis traído! -dijo Mackenzie que había presenciado la anterior escena-. Es bastante molesto: primero ha asustado al pobre Alfonso de tal modo, que parece haber perdido el seso. Miradlo -añadió señalando al francés, que iba por el jardín pálido y tembloroso aun–: creo que no volverá a burlarse de “le monsieur noir”.

-Sí -dije--; las burlas con un hombre como ése tienen malos resultados. Cuando se irrita, es un enemigo malo y, sin embargo, no lo hay de mejor corazón. Hace años lo vi cuidar a un niño enfermo por espacio de una semana. Tiene el genio fuerte; pero es noble, y en la hora del peligro puede confiarse en él.

-Dice que presiente sangre -dijo Mackenzie-, confío en que será una exageración, porque estoy muy inquieto por mi hija. Debe haber ido muy lejos, pues, de lo contrario, ya estaría aquí: son las tres.

Hice observar que había llevado merienda, y que, según lo previsto, no debía volver antes de anochecer; pero yo también sentía inquietud, y temo que no pude ocultarlo.

Poco después de esta conversación volvió la gente que había salido en busca de Flossie, diciendo que habían hallado las huellas del asno y las siguieron por espacio de dos millas, pero que, perdiéndolas después en un terreno pedregoso, no habían vuelto a encontrarlas. Habían recorrido el campo en todas direcciones, mas sin resultado,

La tarde siguió su curso. y al anochecer nuestra inquietud aumentó viendo que Flossie no volvía. La pobre madre estaba abatida por la ansiedad y el temor, cosa natural después de todo; pero el padre procuraba manifestar entereza. Se hizo todo lo que fué posible: encender fuegos, disparar tiros, enviar gente nueva a recorrer las cercanías, observar desde el árbol; pero todo fué inútil.

Acabó de obscurecer, hízose noche cerrada, y aun no había rastro alguno de la rubia Flossie.

A las ocho nos sentamos a la mesa para cenar. Fué una comida triste. La señora de Mackenzie no asistió a ella, y nosotros permanecimos silenciosos, porque, además de la ansiedad natural que sentíamos por la niña, nos agobiaba el remordimiento de haber sido la causa de una desgracia tal para nuestro huésped. Antes de terminar, no pudiendo resistir más, di una excusa y me levanté de la mesa, a fin de estar solo para meditar sobre el caso. Fui al mirador, y, después de encender mi pipa, me senté en un asiento que se bailaba a unos doce pies de distancia del ángulo derecho de la galería, enfrente precisamente de una de las puertecillas del muro que rodeaba la casa y el jardín. No hacía diez minutos que estaba allí, cuando creí oír que dicha puerta se movía: miré con atención, y concluí por creer que había sido ilusión de mis sentidos. La noche era oscura y aun no había salido la luna.

Pasó otro minuto, y de repente cayó rodando algo suave sobre el piso del mirador, pasando por delante de mí. En el primer momento permanecí sentado, cavilando sobre lo que sería y pensando que debía ser algún animal, sin duda; pero de repente me ocurrió otra idea y me levanté instantáneamente. El objeto estaba inmóvil a pocos pasos de distancia, detrás de mí. Me acerqué, y no se movió: no era, pues, un animal. Estiré un brazo y lo toqué: era suave y estaba templado. Lo levanté con intensa curiosidad, y a la luz de las estrellas vi... ¡Dios mío! “¡Era una cabeza humana recién cortada!”

Soy viejo y no me altero con facilidad; pero confieso que tan sangriento espectáculo me hizo temblar. ¿,Cómo había llegado allí aquella cabeza? ¿De quién había sido? La dejé en el suelo y corrí a la puerta; pero no había nadie. Iba a lanzarme a la obscuridad a fin de averiguar algo; pero, comprendiendo que aquello sería exponerme a la muerte, me retiré, cerrando la puerta y pasando el cerrojo. Volví al mirador y llamé a Curtís con toda la serenidad que pude aparentar, y que debió, sin duda, producir un efecto contrario al que yo deseaba, porque no sólo Curtis, sino también Good y Mackenzie se levantaron de la mesa y salieron al mirador.

-¿Qué ocurre? -preguntó el misionero con gran ansiedad.

Tuve que decirlo.

Meckenzie, lívido como la muerte, cogió la cabeza, y asomándose a la puerta del comedor, por donde salía un rayo de luz, dijo respirando con dificultad:

-Es la cabeza de uno de los muchachos que iban con Flossie. ¡Gracias a Dios, no es la suya!

Nos miramos con inquietud unos a otros. ¿Qué íbamos a hacer?

En aquel momento oímos llamar a la puerta que poco antes había cerrado yo, y una voz gritó:

-¡Abrid, padre; abrid!

Se abrió la puerta, y entró un hombre aterrorizado: era uno de los emisarios que poco antes había enviado el misionero en busca de su hija.

-¡Padre mío -dijo-, ahí están los masais! Una nube de ellos, dando la vuelta a la colina, van hacia la casa vieja del arroyo. ¡No os desalentéis, padre! Llevaban en medio el asno blanco, y sobre él iba sentada “Lirio de agua” (Flossie). Un elmoran conducía al asno, y a su lado iba el ama llorando. A los hombres que salieron con ella esta mañana no he podido verlos.

-¿Estaba viva la niña? -gritó Mackenzie con voz ronca.

-Estaba pálida como la nieve, padre; pero sana y buena. Pasaron muy cerca del sitio donde yo estaba oculto, y pude ver perfectamente su rostro a la luz de las estrellas.

-¡Dios tenga misericordia de ella y de nosotros! -gimió el misionero.

-¿Cuántos eran? -pregunté yo.

-Más de doscientos; doscientos cincuenta por lo menos.

Volvimos a mirarnos. ¿Qué podíamos hacer? En aquel momento se oyó una voz fuerte que gritaba fuera del muro:

-¡Abre la puerta, hombre blanco; abre la puerta! ¡Un heraldo quiere hablar contigo!

Umslopogaas corrió al muro, y, agarrándose con sus largas brazos a la albardilla, trepó y observó lo que había fuera.

-Veo un hombre nada más -dijo-: viene armado y trae una cesta en el brazo.

-Que entre -dije yo-; y tú, Umslopogaas toma tu hacha y permanece detrás de la puerta. Si entra uno déjalo pasar; si lo sigue otro, córtale la cabeza.

Se abrió la puerta. Umslopogaas detrás, con el hacha levantada a punto de descargarla, se ocultó en la sombra. La luna salió en aquel momento, y poco después entró un masai vestido con el atavío descrito antes y llevando una cesta al brazo. Podría tener unos treinta y cinco años, y su estatura era muy elevada.

Cuando llegó frente al sitio donde nosotros estábamos, dejó en el suelo la cesta y clavó la lanza en tierra.

–Hablemos -dijo–. El primer mensajero que os envié y señaló la cabeza que estaba sobre el pavimento- no puede hablar, pero yo sí; y, si tenéis oídos pare oírme, os diré algo. También traigo regalos -añadió señalando al cesto y riéndose con una indiferencia fanfarrona indescriptible, y admirable, sin embargo, tratándose de un hombre que estaba rodeado de enemigos.

-Continuad -dijo Mackenzie.

-Soy el “lygonani” (capitán de guerra) de una parte de los masais de Guasa Amboni. Yo y mi gente seguimos a esos tres blancos -señalándonos a nosotros- pero fueron astutos y supieron burlarnos. Tenemos que saldar una cuenta con ellos, y vamos a matarlos.

–¿De veras, amigo mío? ¡Muy pronto lo dices! -murmuré para mi capote.

–Siguiendo sus huellas hasta aquí, esta mañana raptamos a dos hombres negros, una mujer, negra también, un asno blanco y una niña rubia. Matamos a uno de los dos hombres; el otro logró escaparse; la mujer, la niña y el asno vienen con nosotros. En testimonio de veracidad de mis palabras traigo esa cesta. ¿No es la que llevaba tu hija?

Mackenzie afirmó con un signo, y el guerrero continuó:

-Nada tenemos contra ti ni contra tu hija, ni queremos perjudicarte, fuera de llevarnos los ganados que ya hemos recogido: doscientas cincuenta cabezas; una por barba.

Mackenzie exhaló un suspiro: apreciaba mucho aquel ganado, que había criado con gran paciencia y cuidado.

-Así que, exceptuando los ganados, quedarás en libertad - continuó el masai, con franqueza-; tanto más, cuanto que este lugar -añadió mirando al muro- es difícil de tomar. Por lo que toca a esos hombres, la cosa varía: los hemos seguido por espacio de días y noches, y tenemos que matarlos. Si volviéramos a nuestro kraal sin haberlo hecho así, las mujeres se burlarían de nosotros; así que, por penoso que te sea, tienen que morir. Tengo que hacerte una proposición -prosiguió el capitán masai-. No podemos hacer daño a la niñita: es muy hermosa y valiente. Danos uno de esos tres hombres, y te la devolveremos. Es justo: vida por vida. Y la oferta no es interesada, porque añadiremos también la negra y el asno. Te damos tres vidas por una; y no te pedimos más, porque buscaremos otra ocasión para matar a los otros dos. Ni siquiera escojo, aunque preferiría a ese tan grueso - agregó señalando a sir Enrique-: parece fuerte y tardará más en morir.

-¿Y si te digo que no te entrego a ninguno? –dijo Mackenzie.

-No lo digas, blanco, porque, en ese caso, tu hija morirá a la aurora, y la mujer que la acompaña dice que no tienes más hijos. Si tuviera más edad, la tomaría por sierva; pero es muy joven, y la mataré yo mismo con esta lanza. Puedes venir a presenciarlo, si quieres: te daré un salvoconducto.

Y el maldito se rió a carcajadas al decir tan brutales palabras.

Entretanto, como ocurre en tales extremos, yo había hecho mi composición de lugar con gran rapidez, llegando a la conclusión de que debía entregarme en rescate de Flossie. Apenas si me atrevo a hablar de este asunto, temeroso de que alguien interprete mal mi idea y crea que había quijotismo o tonterías por el estilo en tal determinación. El sentido común y la justicia era lo único que me impulsaba a ello. Era anciano o inútil ya: Flossie era joven y linda, y su muerte acabaría con la vida de sus padres. Además, yo era el causante de que la niña se hallara en aquella situación. No se crea que intentaba por eso dejar que aquellos salvajes me torturaran a su gusto: mi plan consistía en presenciar la entrega de la niña sana y salva, y después pegarme un tiro confiando en que el Omnipotente apreciaría las causas que me impulsaban a ello y me concedería su perdón. Todo esto y más acudió a mi mente en unos segundos.

-Está bien, Mackenzie -dije--. Podéis decir a ese hombre que yo me entregaré a cambio de Flossie, a condición de que os la devuelvan aquí mismo sana y salva antes de que me maten.

-¡Eso sí que no! -exclamaron sir Enrique y Good simultáneamente.

-¡No -añadió Mackenzie-; no quiero que caiga sobre mi la sangre de nadie! Si Dios quiere que mi hija sufra tan horrible muerte, cúmplase su voluntad. Sois noble y valiente, Quatermain; pero no puedo acceder a vuestro deseo.

-Si no ocurre nada nuevo, iré a entregarme yo mismo –dije con decisión.

-Este asunto es de tal importancia -añadió Mackenzie dirigiéndose al capitán masai-, que no podemos decidirlo en un momento. Lo pensaremos, y al amanecer os daremos la respuesta.

-Conforme -repuso el salvaje con indiferencia-; pero recuerda que, si tu respuesta llega tarde, el capullito no llegará a ser flor, porque yo mismo lo cortará con esta lanza. Hubiera temido que quisieras atacarnos durante la noche; pero la negra que cuida de tu hija ha dicho que todos tus hombres están en la costa y sólo han quedado aquí veinte, lo cual es guarnición escasa para tu kraal. Buenas noches, y buenas para vosotros también, hombres blancos, cuyas pupilas se cerrarán muy pronto con el auxilio de mi mano. Avísame al amanecer, pues, de lo contrario, haré lo que he dicho.

Volviéndose después a Umslopogaas, que había permanecido detrás de él todo el tiempo, exclamó con altivez:

—¡Abreme la puerta pronto, amiguito! ¿Lo oyes?

Esto fué demasiado para la paciencia del antiguo jefe, que, colocando una mano sobre el hombro del elmoran, le dió tal sacudida, que se juntaron sus rostros. Después, separándose un poco, dijo con voz que más parecía un sordo aullido:

-¿Me ves?

-Sí, amiguito; te veo.

-¿Y ves esto? -añadió Umslopogaas acercándole el hacha a los ojos.

-Sí, amiguito; veo ese juguete. ¿Y qué?

-Estás demasiado arrogante, perro masai, ladrón de niñas, y con este juguete voy a mecharte los miembros. Agradece a que vienes como embajador el que no te deshaga ahora mismo.

El masai blandió su lanzón y soltó una carcajada.

-¡Quisiera verte luchando conmigo cuerpo a cuerpo! –añadió-. ¡Veríamos quién vencía!

Y continuó riendo.

-Pues lucharemos: no te apures por eso -repuso el zulú-. Nos veremos las caras y combatirás con Umslopogaas, de la sangre de Chaka, del pueblo de Amasulu, capitán del regimiento de Nkomabakosi, como tantos otros han hecho antes; y te inclinarás ante Inkosi-kaas, como les ocurrió a esos otros. ¡Ah: ríe, ríe; mañana por la noche reirán los chacales cuando se apoderen de tus costillas!

Cuando se fué el lygonani, uno de nosotros pensó en ver lo que había en aquella cestita que había llevado como prueba de que Flossie era su prisionera. Al levantar la tapa hallamos un hermosísimo ejemplar, flor y bulbo, del lirio Goya. Era una preciosa flor acabada de abrir y sin el menor desperfecto. Acompañaba a esto una esquelita de puño y letra de la niña, escrita con lápiz en un papel grasiento, del que, indudablemente, había servido para envolver algún manjar.

“Queridísimos mamá y papá -decía la esquela-: Los masais se han apoderado de nosotros, cuando volvíamos a casa con el lirio. Procuré escaparme; pero no he podido conseguirlo. Han matado a Tomás; el otro se escapó. A mí y al ama no nos han hecho nada; pero he oído decir que quieren canjearme por uno de los de la partida del señor Quatermain. “No lo consiento en manera alguna”. No permitáis que nadie dé su vida por mí. Procurad atacarlos por la noche, que van a tener fiesta para comerse tres novillos que han robado y matado. Traje mi revólver y, si no he recibido auxilio al amanecer, me pegará un tiro antes de que me maten. Si ocurre eso, acordaos siempre de mí, queridísimos papá y mamá. Estoy muy asustada, pero confío en Dios. No me atrevo a escribir más porque me vigilan. ¡Adiós! - “Flossie”.

En un renglón escrito más a la ligera en el anverso, añadía:

“Mis recuerdos al señor Quatermain. Van a llevarse esta cestita; así que podrá tener el lirio, a pesar de todo”.

Cuando leí las anteriores palabras, escritas por aquella valerosa niña en la hora del peligro, y de un peligro tal que hubiera hecho perder el juicio al hombre más fuerte, confieso que lloré y una vez más en el fondo de mi corazón prometí que no moriría mientras mi vida pudiera rescatar la suya.

Empezamos a discutir la cuestión con una ansiedad que más parecía fiereza. Dije que iría yo, y Curtis y Good, amigos fieles como eran, juraron que, si yo iba, irían conmigo y morirían a mi lado.

-Es preciso que hagamos algo antes de amanecer -dije-; aunque sea un postrer esfuerzo.

-En ese caso, ataquémoslos con las fuerzas de que podemos disponer, y corramos ese albur -dijo sir Enrique.

-¡Eso es hablar como un libro, Incubu! -dijo el zulú en su propio idioma-. ¿Qué hay que temer? Ellos son doscientos cincuenta masais malditos; nosotros somos... ¿cuántos podemos ser? Veinte hombres del jefe (mister Mackenzie) y cinco que tienes tú, Macumazahn; además, cinco blancos. Treinta en total. ¡Somos bastantes! Escúchame, Macumazahn, tú que eres entendido en asuntos de guerra y tienes mucha experiencia. ¿Qué es lo que dice la doncella? Que van a divertirse; ¿no es eso? Pues hagamos que sea un festín de muerte. ¿Qué dijo el perro a quien espero despedazar antes de que alumbre el sol? Que no temía que los atacáramos, porque éramos pocos. ¿Sabes dónde acampan? Yo lo vi esta mañana: es un sitio así -añadió describiendo un óvalo en el suelo-. Aquí está la entrada, cubierta de espeso ramaje espinoso, que conduce a una escarpada prominencia. Incubu y yo, provistos de hachas, podemos luchar solos contra un centenar de hombres que nos impidan la entrada. Podemos hacer lo siguiente: cuando empiece a clarear (antes no, porque sería demasiado oscuro, y después tampoco, porque se despertarían y nos verían), Bougwan puede ir con diez hombres al extremo del kraal, donde hay una entrada estrecha, matar con mucho silencio al centinela, y esperar allí. Incubu y yo, con uno de los ascaris, el de pecho ancho, que es muy valiente, iremos a la entrada, mataremos también al centinela, y esperaremos armados con nuestras hachas a cada lado del camino, y otro un poco más lejos, para rematar a los que escapen librándose de los otros dos. Aun quedarán dieciséis hombres, que pueden dividirse en dos grupos, yendo tú con uno de ellos y el misionero con el otro: armados de rifles, pueden apostarse a cada lado del kraal. A una señal tuya, pueden disparar todos, procurando no herir a la niña: correrán a las puertas, y entonces se encontrarán con nosotros. Ese es mi plan, Macumazahn: si tú tienes otro mejor, habla.

Expliqué lo que los compañeros no habían podido entender bien en la relación de Umslopogaas, y todos unidos manifestamos nuestra admiración por el diestro programa trazado e ideado en unos momentos por el viejo zulú, que, dentro de su condición salvaje, era el mejor general de cuantos he conocido.

Tras una breve discusión, decidimos aceptarlo, toda vez que era el único posible en aquellas circunstancias y el que nos daba cierta probabilidad de éxito, aunque muy escasa en verdad.

-¡Ah, león viejo! -dije a Umslopogaas-. Sabes perfectamente esperar la ocasión y morder cuando llega.

-¡Ay, Macumazahn! -repuso-. Hace cuarenta años que soy guerrero: sé muchas cosas y he visto muchas más. Será una lucha de veras. Presiento sangre, ya te lo he dicho; ¡presiento sangre!

Aventuras de Allan Quatermain
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